
Internet siempre se ha considerado el
paraíso de la piratería intelectual. Cualquier creación artística podía ser copiada y distribuida a través de la red sin ningún tipo de miramiento y a coste cero. Por más que se creara un
programa para evitar las copias ilegales de dichas creaciones,
rápidamente aparecía su homologo con el fin contrario, permitir las falsificaciones.
Los derechos de autor, a los que en la mayoría de casos están sujetos los productos que son pirateados,
establecen demasiadas restricciones, máxime cuando hablamos de productos periodísticos, cuyo mayor fin es llegar a la sociedad e influir en ella.
La cuestión es que,
unas veces por exceso y otras por defecto, no había un sistema de protección que
evitara un uso indiscriminado de la obra pero que permitiera su difusión para que cumpliera el cometido por el que había sido creada.
Este vacío se soluciona con la creación de las
licencias Creative Commons. Esta regulación responde a la
filosofía del Copyleft (en
contraposición al concepto de Copyright) y se basa en el lema “algunos derechos reservados”:
permite que cada autor otorgue a su obra los derechos de difusión que considere oportunos y que más le convenga, en función del uso que quiera darle.
Esta
forma flexible de entender los derechos de autor permite establecer
cuatro condiciones en la difusión de los contenidos que, combinándolas, conforman un total de
seis licencias donde elegir. De este modo, se puede establecer el
reconocimiento de la autoría de una obra, el
uso comercial o no del contenido o si se permite la
modificación del producto original, entre otras cosas.
La filosofía del Copyleft marca un tipo de regulación que
apela al sentido común y que debería extrapolarse al ámbito periodístico fuera de la red. Mucho se ha discutido sobre los derechos de autor de los periodistas sobre sus textos, unos derechos que son vulnerados constantemente.
Al igual que sucede en Internet con las licencias Creative Commons, los profesionales de la información que trabajan en medios de comunicación deberían
establecer cuáles son sus criterios a partir de los cuales se puede difundir su obra.
Sin embargo, y aunque los
estatutos del periodista están cansados de reivindicar que
los derechos de autor deben corresponder a los periodistas que han elaborado la información, éstos
son propiedad de los editores de los medios. De esta forma, un profesional que trabaja en un periódico perteneciente a un grupo de comunicación,
puede ver su trabajo publicado en cualquier otro medio propiedad de dicho grupo, sin ser consultado, sin que ello le reporte un mayor beneficio económico y con la posibilidad de que su trabajo sea modificado.